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Así es, el Señor venció a Israel
    como lo hace un enemigo.
Destruyó sus palacios
    y demolió sus fortalezas.
Causó dolor y llanto interminable
    sobre la bella Jerusalén.

Derribó su templo
    como si fuera apenas una choza en el jardín.
El Señor ha borrado todo recuerdo
    de los festivales sagrados y los días de descanso.
Ante su ira feroz,
    reyes y sacerdotes caen juntos.

El Señor rechazó su propio altar;
    desprecia su propio santuario.
Entregó los palacios de Jerusalén
    a sus enemigos.
Ellos gritan en el templo del Señor
    como si fuera un día de celebración.

El Señor decidió
    destruir las murallas de la bella Jerusalén.
Hizo cuidadosos planes para su destrucción,
    después los llevó a cabo.
Por eso, los terraplenes y las murallas
    cayeron ante él.

Las puertas de Jerusalén se han hundido en la tierra;
    él rompió sus cerrojos y sus barrotes.
Sus reyes y príncipes fueron desterrados a tierras lejanas;
    su ley dejó de existir.
Sus profetas no reciben
    más visiones de parte del Señor.

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